La primera excursión

El viajero, que es un niño, también es un excursionista que espera en la fila para subir al autobús con sus compañeros de colegio. Es la primera vez que marchan lejos. Van a Molina de Aragón. Puede que sea la primavera de 1988 o así. Una vez allí, ven el castillo, recorren las calles, preocupados por todo menos por el adoquinado de las calles, ignoran el ladrillo ocre del antiguo barrio judío y el susurro del río Gallo, que se escurre bajo los puentes y enfila entre las calles, como un peatón con prisa que huye hacia una tierra donde ya no vive nadie.

El viajero, al cabo de la jornada, regresa en fila india con sus compañeros. De pronto, alguien, no sabe si algún alumno travieso de su clase o algún otro de un colegio local, provoca una batalla campal. Al viajero, que acaba de comprarse un helado con el dinero que su madre le ha dado para la excursión, le comienzan a llover piedras. La imagen no es simulada: una pedrisca formada por proyectiles de toda índole y tamaño sobrevuelan la expedición y estallan como metralla al caer ante sus pies. La maestra apremia a todos para que corran hacia el autobús, que les espera. Las piedras ruedan en todas direcciones. “Rápido, rápido, subid al autobús”. Los más bravos se entretienen devolviendo furiosos el arsenal que cae sobre este lado del campo de batalla.

Al viajero su helado de bola y cucurucho le sabe a gloria. Es un helado de fresa. Le encanta la galleta del cucurucho. Se pone a resguardo. Los niños comienzan a subir al autobús. Le apremian también a él. Conforme los niños inician la retirada, la resistencia declina a este lado del frente. De pronto, una piedra alcanza un cristal del autobús. Se escucha un golpe seco y agudo, y escucha al conductor increpar con una estridente tormenta de improperios, hasta que pierde los nervios y amenaza con marcharse dejando en tierra a la mitad de la expedición. El viajero, que es un niño muy inocente, tal vez incluso un pardillo, no sabe qué hacer con su helado. No puede tirarlo. No puede comérselo. No le dejan subir al autobús para acabarlo. Al fin, lo abandona en el enorme maletero del vehículo, sobre su mochila. Y sube rápido al autobús, con la cabeza entre las manos, protegido de la batalla campal, avergonzado del triste destino que ha dado a los cuatro duros de su madre.

El niño viaja ensimismado de vuelta a casa. Tiene una suerte enorme y puede recostarse sobre un doble asiento, con la espalda apoyada en el cristal y las piernas cruzadas sobre el lugar del pasajero invisible. Ninguna de las chicas guapas de su clase se ha sentado junto a él. Afortunadamente, tampoco lo hace ninguna profesora, evitándole pasar el mal trago de tener que convertirse de nuevo en el niño bueno de la promoción. Esconde la cabeza cuando todos empiezan a cantar las fruslerías de las canciones de campamento que él no se sabe. Espera que no le toque cantar eso de “una sardina, dos sardinas… y un zapato”, ni aquello de “Fulano comió pan en la iglesia de San Juan…”. En realidad, es su día de suerte: nadie le pone en aprietos.

Cuando, más de una hora después, el vehículo para y todos bajan, el pequeño viajero, en su primer día de excursión, se apea y se dirige hacia el maletero. Allí está su mochila: un viscoso y dulce líquido rosa empapa la tela de la superficie. La galleta está íntegra, así que le da un mordisco. Todavía permanece el regusto del sabor a fresa. Entre el remolino de padres y madres la ve a ella. A ver cómo le explica lo que ha ocurrido con el dichoso helado. A su madre, en cambio, le hará gracia la ocurrencia de poner a resguardo el helado en el maletero. Y, sin darle importancia, sólo le preguntará si lo ha pasado bien.

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