Una revelación en Gibraltar

Vista del Peñón de Gibraltar desde Algeciras / Foto: Rubén Madrid

El viajero se asoma al balcón de Punta Europa, en Gibraltar. El viento cubre con sus mantas de aire la cabeza que se inclina sobre el Estrecho, que intuye la proximidad de África como la región de la niebla donde viven seres de otro mundo: el tercer mundo por la cola.

La imagen que descubre sobre el mar del Estrecho es la de un hombre en la noche, combatiendo a brazadas contra un muro de agua salada junto a una pequeña embarcación volteada como una montera sobre la arena de la plaza. Buen viaje, maestro; y buena suerte.

Recuerda un cortometraje. La cámara enfoca a una mujer de color que acuna a un bebé negrito en sus brazos. Una mirada conmovedora, perdida en el horizonte. El plano se abre. La mujer, de cuerpo entero, está sentada. La cámara toma aire: la mujer está rodeada de otros hombres y mujeres, negros todos, hacinados en algún lugar. Hay una inmensa quietud en sus posturas y en sus gestos de resignación. El plano se abre: más gente, un barco… no, una patera. Hay mar. Un inmenso océano. La mujer que acuna al bebé sigue en el centro. Una patera en el mar inmenso. Una miserable patera en un mar inabarcable. Una patera inmóvil en medio de un oleaje tranquilo. El plano se abre y el mar no se acaba. En el centro, una madre negra con su bebé también negro. La mirada es un punto de fuga en el infinito. El cortometraje dura sólo veinte segundos, como un anuncio de televisión. El público arranca a aplaudir. Gana el premio de aquel festival de cine solidario de verano.

El viajero está en Punta Europa, asomado al mirador. Al otro lado ve África. Tal vez un joven musulmán le observa a él desde allí. ¿Quién narrará su viaje?

El viajero y su amigo rompen las reglas del juego veraniego –desayuno, playa, tortitas de camarones, siesta, ducha, fiesta en la discoteca– y marchan en ruta. Paran en El Puerto de Santa María para jugar con sus barquitos de papel. Pasan un control policial en La Línea y saltan a la Gran Bretaña gaditana. Y en Punta Europa, asomado al mirador del Estrecho, el viajero medita y tiene, de pronto, una revelación: se acabaron los veranos de desayuno, playa, tortitas de camarones, siesta, ducha y fiesta en la discoteca, y el reclamo del sol con su apartamento en la playa y sus garitos a reventar de sensaciones de moda. Es allí, azotado por el viento, entre los suspiros de socorro ahogados de las pateras, con la mirada perdida en la línea azul que un día dibujó sobre el mapa del atlas, donde al fin descubre que lo suyo, en realidad, son otros viajes. En Cádiz acaba para siempre el descanso del guerrero. Es agosto de 2001. Cada viaje será entonces un modo de vida. Fundir hasta confundir el hábito con el camino.

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