Meditaciones en el alcazar

Hacia los catorce años, el viajero se ha convertido en un adolescente que abandona la docilidad de la infancia y que explota en arrebatos de furia contra la aplastante aritmética de la cotidianidad. Tras la tormenta viene la calma. Cuando el joven e incipiente viajero discute en casa o con los amigos, le gusta refugiarse en las caballerizas del alcázar en ruinas de su ciudad. Le gusta tanto que llega un momento que fuerza la discusión para precipitar el cambio de escenario. Salta el muro de casi un metro, avanza entre matorrales y se cuela por una de las fisuras de lo que algún día fue un esplendoroso palacio musulmán. Desciende entre ocres piedras derruidas hasta las mazmorras donde viven su sueño oscuro los murciélagos, que huyen a tientas de su presencia. Durante horas permanece entre esa arquitectura que amenaza desde siglos con venirse abajo, asomado a un barranco donde corre medio seco un arroyuelo. Arropado por la opresión centenaria de los ladrillos, el joven viajero permanece horas meditando sobre una desdicha que le hace sentirse culpable sin motivo.

Tan pronto en su vida y sin necesidad de ir tan lejos, experimenta esa pose viajera de quien detiene los pasos, deja que la mirada se emborrache de mundo inabarcable y reposa el cerebro sobre el cráneo para no pensar. La más sencilla de las líricas y la más despierta de las experiencias. Como si sintiese nostalgia del útero materno y, a la vez, temor de un presentimiento de toneladas de tierra sobre los huesos. El viajero lo hará muchas más veces después, entre las columnas de la Acrópolis, navegando el Sena en París, en un alto de un castro gallego, en un rincón de los jardines dela Alhambra…

En su alcázar en ruinas, arquitectura que se adapta a su gusto por lo exótico y lo decadente, el viajero detiene todo el mecanismo del universo. Hay un fabuloso encanto en el modo en que es capaz de detener la vida, antes de volver a darle cuerda al tiempo: ponerse en pie y reiniciar la marcha.

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